agosto 29, 2015

Las plumas

“Hay un fenómeno opuesto al déjà vu. Lo llaman jamais vu. Es cuando uno se encuentra con la misma gente o visita un sitio una y otra vez pero siempre es como la primera vez. Todo el mundo es siempre extraño. Nunca hay nada familiar.”
Chuck Palahniuk

Sueña que es niño y visita una finca con sus amigos. Van a pasar tres días para hacer labores de campo. De entre todas las tareas les ruega, suplica, implora que no lo obliguen a recoger huevos para el desayuno. Odia las gallinas, y les teme todavía más. Pero ya está solo, indefenso, en el galpón. Aunque no las ve, se sabe vigilado por sus miles de ojos diabólicamente anaranjados. Lo mejor es tomar rápido unos huevos y escapar antes de que se abalancen sobre él. Mirando alrededor que no haya ninguna aprovecha y mete la mano en un nido desprotegido. Se estira, tantea, ¡agarra el huevo! Tira de él, y no lo puede sacar. Voltea a ver por qué no sale. Tiene su mano en las entrañas de mamá gallina que aletea, feroz, sobre el nido. La cresta convulsa del ave le da náuseas, las arrugas descascarilladas de las patas son repulsivas y el pico afiladísimo. Mamá gallina le picotea el brazo, lo acribilla, lo destroza. Él se esfuerza por desencajarlo y liberarse, pero está tan agujereado que lo arranca y lo pierde del codo para abajo. En el sueño huye despavorido de la finca; ya se está montando en un bus y escapa hacia la ciudad. Respira calmo porque se salvó. Sin embargo, en el techo suenan arañazos; es la monstruosa mamá gallina rasgándolo. Lo destapa. Deja caer de su pico lo que quedó del brazo y los pasajeros se lanzan a picotazos como pollos voraces sobre los restos del pobre niñito.

Se despierta sudando. El brazo arrancado del sueño lo tiene debajo de sí, entumido. Ha tenido malas experiencias, es cierto, como la vez que rompió un huevo para prepararse el desayuno y salió un polluelo malformado. ¡Cuánto asco el dio! Imposible superar la asociación entre un huevo cualquiera y la imagen del embrión descompuesto. Pero ya no es ese niñito temeroso; es tan solo un hombre que nunca volvió al campo ni a comer huevos. Un hombre con sus propias aficiones y aversiones. Un hombre normal.
Después de la pesadilla quiere dormir, pero hay un ruidito que no lo deja. Hay pisadas leves en el techo. Es tan delgado, tan increíblemente fino, que le da miedo que se rompa y le caiga lo que hay allá encima. Las pisadas... las pisadas suenan como arañazos típicos de... No, claro que no. El apartamento de arriba está desocupado. No puede haber nada ni nadie ahí. Punto.
Satisfecho, se queda dormido en menos de lo que canta un gallo.
La alarma suena como de costumbre, se baña y alista como de costumbre y sale del apartamento como de costumbre. Al salir se detiene. Hay algo desacostumbrado frente a su puerta. Se agacha para verlo bien y reacciona con repulsión y asco. Es una pluma de gallina, en el suelo. Recuerda que, siendo muy chiquito, espió a su papá desplumando una para la comida. El cuerpo pelado y gelatinoso, las alas colgantes y el cuello como un resorte macabro, todo eso con las plumas sucias y pisoteadas le provocaron arcadas, como las que reprime ahora.
Cauteloso, no sea que la pluma vuele mágicamente, se le meta en la garganta y lo ahogue, la aparta con el zapato hacia el hueco de las escaleras y ve que se aleja flotando abajo.
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Pocas noches después se despierta agitado. Soñaba que unas manos emplumadas y gigantes lo sacudían dentro de una jaula muy parecida a su apartamento. Lo despertó una agitación del  otro lado del techo. Distingue dos pares de patas pisando de aquí para allá. Se sienta en la cama y se concentra; quiere entender lo que dicen las voces. Pasan las horas y el amanecer lo alcanza. El insomnio no se va ni cuando afuera canta un gallo.
La alarma suena como de costumbre, se baña y alista como de costumbre y sale con ojeras como de costumbre...
Vuelve a mediodía, desvelado. Se acuesta y sueña que habla con alguien en el comedor. En el sueño ve todo desde la altura de las rodillas, así que observa al visitante rascándose la pierna, levantando el borde del pantalón y mostrando los pelitos. ¿Acaso están engrosando mientras mira? ¡Sí! Los vellos se alargan y se mecen, se van ramificando. ¡Le crecen plumas! Una muy grande, grasosa, se desprende y flota. Lo único que existe es la pluma. Mira sus bordes, sus curvas; es repugnante. La pluma se eleva, baila, se aproxima. Él trata de esquivarla, pero ya no está en el comedor sino en la cama, paralizado. La pluma se acerca risueña, engañosa, desdeñosa, roñosa; como quien no quiere la cosa se introduce en su boca. Va rozando el paladar, la lengua, y se dirige (¡Que alguien la pare por favor!) a su garganta. Lo tortura con lenta, lentísima asfixia.
Se despierta tosiendo. No es una malvada pluma, sino una pelusa de cobija que casi se traga. Son las cinco de la tarde y oye que golpean a la puerta. Revisa por el ojo de buey, pero no reconoce al visitante. Es un vecino recién instalado, según parece, que viene a saludar. Tiene los ojos especialmente anaranjados. Lo deja pasar y se sientan en el comedor. El vecino le habla con tanta confianza que es como si lo conociera desde hace un buen tiempo (o como si lo hubiera estado espiando estas noches). Él disimula y sigue la charla como si no fueran sospechosos esos ojos ambarinos. Se acuerda del sueño, de las piernas y las plumas, así que juguetea con un cuchillo de la mesa y se le cae (¡clinc!) como por accidente. Se agacha a recogerlo y de paso examina las piernas del visitante. Con la punta del cuchillo levanta de a poquito el borde del pantalón. El visitante se da cuenta de lo que pasa, se levanta de un salto y sale del lugar despavorido, balbuceando frases de falsa cortesía. No importa. Nuestro alectorofóbico logró saber lo que quería: el vecino tiene las piernas lampiñas, sin ningún pelito metamorfoseándose. ¡Es tan obvio! ¡Se afeitó las plumas antes de venir a espiar en persona! ¡Es el residente de arriba, del apartamento sin ocupantes!
Hay que diseñar un plan que contrarreste lo que ellos traman. Para cuando canta el gallo ya están definidos nítidamente los pasos que hay que seguir. A los cinco años fue al mercado con su mamá. Mientras ella negociaba hierbas aromáticas gateó entre los puestos. Llegó frente a una jaula con gallinas. Era curioso, y ese primer encuentro terminó mal. Metió el dedo para tocarlas y una (la más gorda) le picó con furia el dedito. No fue grave, pero bastó para que armara escándalo, llorara y mojara los pantalones. Ahora es el desquite. La sorpresa y la rapidez quebrarán los tristes remedos de ataques enemigos. El menor descuido significa la derrota frente a los emplumados; en la victoria transformará esas plumas en un trofeo conquistador. Por eso trata de no respirar ni parpadear. ¡Estamos en alerta máxima!
Se desvela como de costumbre, el despertador suena como alarma de guerra como de costumbre, se baña en polvo de camuflaje como de costumbre y se queda en el apartamento con ojeras como de costumbre. Se pega a la mirilla de la puerta y vigila.
Por fin pasa la persona que esperaba. Es nada menos que la esposa del que lo visitó ayer. Conoce de vista a los demás inquilinos; la cara de ella es todo menos familiar. Es una impostora vestida de humano. Abre con delicadeza la puerta y se escabulle detrás de ella. Juegan a la gallina ciega, al revés, pues ella huye sin ver de qué.
Ella va de blanco, como el delantal que su abuela tenía cuando la visitó con once años. Esa vez le enseñó a despescuezar una gallina: se pone entre las rodillas, se agarra el cuello y se hala duro, hasta que suena el clic de las vértebras rotas. Queriendo complacer a su abuela la imitó en todo (con náuseas intermitentes): apretó la gallina entre las piernas y tiró del cuello fuerte, muy fuerte… tanto que le arrancó la cabeza. El cuerpo aleteó y pataleó entre sus rodillas, que se aflojaron llorosas. La gallina salió corriendo, dando vueltas por el patio como una mosca gorda que se choca con todo; una mosca cuya cabeza estaba todavía entre sus dedos. Su abuela no podía parar de reírse del citadino que no comía huevos, del niño con atracciones y repulsiones. “Un niño normal”, decían.
Ese error no lo va a repetir. Le salta encima por la espalda y tira bocabajo a la gorda vecina. Se pone sobre ella, con las rodillas a los lados apretando el cuerpo como le mostró su abuela. Este cuello es más grueso, pero con la fuerza justa (¡clic!) le tuerce el pescuezo antes de que cacaree una sola palabra. Arrastra la gallina vieja hasta su cocina y cierra campante la puerta.
La desviste y comienza el desplume de la vieja esposa del vecino. Tiene plumas en la cabeza, sobre los ojos y párpados. Simulan cabello, cejas y pestañas, pero no se deja engañar. Arranca de a una, luego de a dos, luego de a diez y de a veinte. No bota las plumas; las va a necesitar después.
Al terminar la observa, pálida, pelada, tendida en la cocina. La cresta de la señora le causa náuseas, las patas arrugadas son grotescas y el pico afilado contiene dientes aún más agudos. Se siente enfermo y quiere rendirse. El ritual exige consumir a la vencida para dominarla. Al igual que muchas tribus si la ingiere obtendrá su poder y conquistará sus miedos y sus enemigos. No, no puede echarse atrás. Prepara los ingredientes y lava la carne. ¡Se da inicio al festín!
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Duerme bocarriba. Sueña que se comió casi una gallina entera. En el sueño ve la preparación, la textura de la carne cociéndose. Luego, la recolección de los restos, y la corona que tejió con las plumas de la vieja gallina. Se despierta y ve la diadema en la mesita de noche, pero no se atreve a usarla; todavía le provoca pavor. Arriba, cuatro patas, dos que ya conoce, dos de un polluelo, rasguñan el techo buscando a mamá gallina. Ya saben de lo que es capaz; están por rendirse. El techo, tan fino, tan transparente, le transmite el sonido de un teléfono llamando. Están pidiendo refuerzos.
Cuando llegan, el inspector en jefe interroga al vecino de arriba mientras los demás policías van de apartamento en apartamento. La versión del vecino es que su esposa salió la mañana anterior al mediodía rumbo a casa de una amiga, pero ni llegó allá ni la portera la vio salir. Se concentra la búsqueda dentro del edificio.
La tentativa es ridícula. Sus impecables modales lo sacarán de la más encarnizada lista de sospechosos.
Dos agentes llaman a la puerta. Abre halagüeño y los invita a pasar. La sala está perfectamente desorganizada, platos sucios, polvo acumulado y la cama sin tender; todo muy natural, en particular las ojeras y la sonrisa deteriorada. Uno se sienta a interrogarlo mientras el otro inspecciona el lugar. El sentado le pregunta si conoce a la vecina de arriba. “Sí, se la pasa rasguñando el techo”. Le pregunta si la ha visto recientemente. “A veces. Últimamente a la hora de la comida”. Le pregunta si la vio el día anterior. “Sí, como a mediodía en el pasillo”. Le pregunta si sabe a dónde fue después la mujer. “Está equivocado, oficial: se dice gallina, GA-LLI-NA”, y durante la cara estupefacta del policía salta a la cocina para ofrecerles algo de comer. Mientras, el otro oficial vuelve asqueado. Sostiene en la punta de un lápiz, alejándolo cuanto puede de su cuerpo, una suerte de adorno: cabellos tejidos con rastros sanguinolentos. Miran sincronizados hacia la puerta de la cocina. Aquél trae un plato rebosante de trocitos de carne. Les ofrece pero lo miran raro, así que cree conveniente tomar la iniciativa y enseñarles cómo degustar el manjar. La pálida voz del policía le pregunta qué es eso. “Gallina vieja”, responde mascando. Insiste y acerca la inmunda comida. Estira más la sucia sonrisa. Quien diga que no es un anfitrión esmerado miente.
Por proceso de eliminación los demás policías descubrieron que la mujer, como máximo, bajó un solo piso. Tres de los habitantes del sexto dijeron haber oído un golpe sordo y el roce de algo siendo arrastrado. Le dieron poca importancia y no salieron a mirar qué era.
Entre tanto, el inspector en jefe escucha la anecdótica visita que el afectado esposo hizo al apartamento de abajo, lo extraño del ocupante y el susto de cuando vio que le husmeaba la pierna con la punta del cuchillo. Un tipo así, tan cerca de su hijita, puede ser un peligro. El inspector se dirige a ese apartamento y encuentra a los agentes a punto de irrumpir; saben que hay compañeros dentro y sin embargo nadie abre. Cuando tumban la puerta los primeros en entrar intentan decir algo (¡Que alguien lo pare por favor!). El inspector, aunque más experimentado, también enmudece: Un oficial está inconsciente. El otro está clavado a la silla por el terror, ahogándose. Como buen anfitrión está de pie, con una pierna a cada lado del sentado, y le embute pedazos de carne sin parar.
Cuando ve los policías en el umbral extrema la ya exagerada sonrisa. Permanecen inmóviles, por lo que se pregunta qué debe hacer un anfitrión de correctos modales en estos casos… Así que coge tantos trocitos como caben en su mano y los arroja apuntando a las bocas. Grita “¡Coman! ¡Es deliciosa gallina!”. Sonríe “Yo mismo la desplumé”.

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