El persistente ruido de la gotera lo mantenía
despierto. El tedioso ¡glup-glup! sonaba en algún lugar cercano pero impreciso.
Llevaba un buen rato con los párpados apretados, y sus oídos se ocupaban
ubicando la fuente, sin éxito. ¿Para qué esforzarse en cerrar los ojos, si su
insomnio venía de adentro y no de afuera? Incómodo ante la sensación del
descubrimiento se giró, quedando de costado. La distancia al origen de la
gotera se redujo muchísimo; hasta parecía que el estallido de las esferas
líquidas le salpicaba la nariz. Por instinto abrió los ojos y la poca luz del entorno se le adhirió a las
pupilas, excavó a través del lente hacia atrás, por dentro del nervio óptico,
volviéndose una imagen inteligible en su cerebro. Al principio solo vio un
charco, y una nueva gota reventó en partículas, mojándole el ojo. Estaba
acostado en el suelo. ¿Qué suelo era ese, y dónde estaba su cama? Ni siquiera era
el suelo de madera de su casa, sino uno… ¿mullido? Las paredes tampoco
correspondían a las de su cuarto. Se sentó y delante suyo había un corredor
largo, muy laaargo (hay que imaginarlo todavía máááás laaaaaargo). Arriba, el
techo mostraba una grieta considerable cuyo final era un cúmulo de gotas
haciendo fila, empujándose entre sí para tener el placer de caer, de disfrutar
el delicioso vértigo. Duró poco embobado; una más estalló y él terminó de levantarse.
Vio detrás de sí. No había un laaargo corredor como esperaba, sino una pared.
La palpó mecánico, adormilado, queriendo apoyarse en algo que le calmara la
psique. La mano percibió un rastro de flexibilidad en ese muro. Tenía apariencia
de pared, pero el tacto la desmentía: su materia no era yeso, ni ladrillo, ni
madera. Tampoco piedra, ni metal, ni cemento. Le vino una imagen, una resortera
con la que su hija se divertía disparando garbanzos… ¡Cuero! ¿Cuero? Qué
ridículo; la gente no hace paredes de cuero, y menos de una sola “lámina” tan
grande y uniforme como una pared bien lisa. No obstante ahí estaba, y el
corredor a ambos lados estaba forrado con lo mismo. Se apoyó con fuerza para
impulsarse y avanzó hacia el estómago del sitio, no sin antes dejar impresa la
huella de su mano en la superficie del muro suave. La gotera siguió
derramándose, un poco menos abundante.
A su incomodidad se le sumó un temor impreciso… o
que no quería precisar de dónde le venía. Nunca había estado ahí, nunca había
visto el lugar y mucho menos sabía cómo había entrado. Avanzó rompiéndose las
neuronas, pero sus intentos de explicación lo llevaban a un vacío al parecer
necesario de su memoria. ¿Qué había hecho antes? Sus ideas estaban musicalizadas
por el ¡glup-glup! Y las bombillas viejas, amarillas y opacas daban tan poca
luz que era más un estorbo que una ayuda. No veía perfectamente, metros más
adelante todo estaba negro, pero el entorno inmediato alcanzaba a vislumbrarlo.
De la pared de inicio solo quedaba el recuerdo,
porque si se volteaba no alanzaba a verla ya. Solo el ¡glup-glup! se oía, a lo
lejos, cuando encontró dos puertas enfrentadas; una a la derecha y otra a la
izquierda. Tenían ventanitas, por las que miró. Ambas daban a habitaciones con
paredes igual de mullidas. La de la izquierda estaba vacía, pero en la otra vio
una niña sentada a mitad de la habitación, de espaldas a la entrada. Su cabello
rizado y el vestidito de flores le subieron al cerebro un olvidado amor filial.
Irrumpió en el cuarto con ganas de abrazar a su hija. “¡Maki! ¡Preciosa mía!”
la llamó, y al momento de pronunciarlo quiso no haberlo hecho, pues la niña de
espaldas giró la cabeza como haría un búho. El gesto antinatural lo hizo
detenerse a media marcha hacia la pequeña, que se levantó y puso de frente a él
el resto del vestido, y demostró que no tenía cabeza ni cuello, sino un vacío
sobre el que flotaba la cabellera como la peluca de un maniquí invisible. Dio
un paso, luego otro, y las mangas ahuecadas del vestido se alzaron, como
apuntándole con sus bracitos etéreos mientras decía “¿Me llevas contigo, papi?”
Salió corriendo, casi gritó, pero convirtió la
voz de terror en un estruendoso portazo. Miró adentro y ya no había vestidito
ni cabellera. En la distancia el ¡glup-glup! sonaba rápido. Con la intención de
recuperarse se tambaleó alejándose de la maldita puerta y el desesperante goteo.
Un rato después notó que había otra filtración
más adelante. “Este lugar se está cayendo a pedazos” se dijo, preocupado. A lo
lejos divisó el final del corredor. “¡Por fin saldré!” pensó animado. Trotó lo
que faltaba, “Ya casi llego” susurró triunfal, y en efecto llegó al final.
Encontró una gotera disminuida pero constante que salía de una grieta del techo,
y una pared con la huella de una mano de su talla.
Se había equivocado de dirección cuando escapó
asustado, por lo que estaba de nuevo al inicio del corredor. Dio media vuelta;
no quería mirar la marca en la que cabría a la perfección su mano, ni oír la sardónica
gotera. Esta se fue amortiguando a la par que se distanciaba y que los latidos
de su corazón se apaciguaban. Pasó entre las puertas sin curiosear. La
experiencia le decía que investigar y descubrir le traían problemas, como cuando
su hija investigaba renacuajos antes de resbalarse al estanque, y él cuando descubrió
después lo sucedido. Sacudió la cabeza. “Si voy a salir tengo que buscar, no
recordar eso” se advirtió. Así, pues, siguió de largo, sin ver que por la
puerta de la derecha una mujer lloraba amargamente estrujando unas ropitas infantiles.
Después de las dos puertas las paredes, ventanas,
suelo y fondo en tinieblas no cambiaban mucho. Atrás, el sonido apagado de la
gotera tenía algo de reloj, de ¡tic-tac! húmedo, con manecillas esféricas en un
conteo. “¿Progresivo? ¿Regresivo? ¿Agresivo?”, pensó, incoherente. Así como los
ojos se acostumbran con el tiempo a la poca o nula luz, la falta de otros
sonidos le había aligerado el oído, y se sorprendió de percibir la gotera incluso
tan lejos. Retumbaba con fuerza en sus tímpanos, como cuando le enseñó a Maki a
taparse los oídos con los dedos para escuchar el corazón dentro. Con el
silencio de este sitio no sería raro que pudiera oír las palpitaciones sin
necesidad de eso. Más aún, creyó por un instante que no era la gotera lo que
sonaba, sino su motor interno. Cada latido retumbaba más como la gotera.
Su camino, con un único horizonte estrecho y en
la penumbra, por fin iba a acabar. De la grieta del techo salían gotas en
marcha cronométrica, exactas copias de sus propias sístoles y diástoles. El
cúmulo de gotas era menor, sin duda, y seguía reduciéndose a paso lento pero
constante. Al descubrir que estaba en la misma pared con su huella, a pesar de
haber mantenido su camino en línea recta, el pulso se le aceleró, y la gotera
arremedó como un eco. Por poco la grieta sufre un infarto.
Era inútil preguntarse dónde se encontraba. Más
productivo hubiera sido cavilar acerca de qué edificio se constituye de un solo
corredor. Hasta hubiera sido interesante preguntarse si no era medio corredor,
y no uno entero, pero solo quería gastar energía a ciegas en escapar.
“El insomnio me hace alucinar” rumió. Por alguna
razón, que no estaba a su alcance descubrir, se confundía más adelante en el
corredor y retornaba a la pared primordial. Volvió a avanzar dispuesto a llegar
al otro lado. El ¡glup-glup! goteante y el ¡tum-tum! palpitante iban en unísono,
lo irritaban. ¡Cuánto hubiera dado por detener ese péndulo líquido!
Una vez más encontró las puertas. Les prestó más
atención. Eran de metal, blancas como los muros en los que estaban empotradas.
Ninguna poseía señas particulares. Idénticas en el exterior, se diferenciaban
por lo que había dentro. La de la izquierda, como antes, llevaba a un cuarto de
muros blancos acolchados, vacío. Se atrevió a mirar por la otra, a
regañadientes. Vio juguetes y adornos de su hija pisoteados. El piso era un
lodazal, como el borde de un estanque de ranas. Vio, hecho una bola, el vestido
arrugado y manchado. Entró a recogerlo; no podía dejarlo así. Desprevenido, fue
fácil para ella tumbarlo de un empujón. La mujer que lloraba desconsolada ahora
le golpeaba la cabeza con el suelo, le arañaba la espalda con ira ciega. “¡Fue
culpa tuya! ¡Tu maldita culpa!” aullaba dándole puños, clavándole las uñas. Él
se dio vuelta como pudo, quedó bocarriba y se cubrió de los ataques. A duras
penas agarró las muñecas de la agresora. El laberinto de brazos se interponía
entre sus rostros. “¡Maldito seas! ¡Tú la ahogaste! ¡MALDITO!”, le gritaba,
babeando y apretando los dientes. Cada insulto le presagiaba quién era aquella.
Supo lo que ocultaba la maraña de codos y brazos, y cuando pudo separarlos
apareció la cara de su esposa, desfigurada por el disparo que le había volado
una mejilla y parte del cráneo. “¡Nos mataste!”, le gruñó a la distancia de un
beso, apretando los dientes astillados.
La adrenalina intoxicó su sangre; ganó fuerza y
la levantó, zarandeó, y lanzó el cuerpo de su esposa, dejándola tan
inconsciente como se puede dejar un cadáver que golpea, grita y clava las
pútridas garras. No paró, sino que la aplastó y apretó la tráquea hasta la
náusea y la muerte, tanto como se puede acabar un cuerpo inerte que debería
estar en la tumba. Ver sus manos haciendo pinza alrededor de ese cuellito lo
hizo llorar, tanto como podía llorar una niña vacía detrás suyo con lágrimas de
barro. Él no alcanzaba a oír. Solo estaban sus latidos y las gotas.
Después de un rato sentado, con la frente en las
rodillas, se calmó. Necesitaba pensar. Esta habitación estaba a la derecha,
entonces para no devolverse tenía que ir hacia la derecha al salir. Afuera, la
gotera y el corazón se aceleraron alterados. ¿Y si tropezaba otra vez con su
mujer en el corredor, sin escape? ¿O si encontraba a su hija? El odio a sí
mismo le volvió a la boca, con el sabor rancio que probó dos veces seguidas
hacía meses. Tan inútil y cobarde fue. Tan inútil y cobarde seguía siendo. Fue
por el pasillo, con las gotas o su pulso haciendo ecos en todo el mundo. Chocó por
fin con algo y no le quedaron dudas. No se había equivocado en el corredor, fue
muy escrupuloso. Sus precauciones, por desgracia, no impidieron que retornara
al muro primigenio, a la gotera cardiaca, al rastro de su mano en la pared
acolchada.
Estaba en un lugar de solo medio corredor, con un
solo principio del que siempre partía, o un solo final al que siempre llegaba.
Impotencia; golpeó con el puño cerrado el muro. Desprecio;
le dio una patada. Rabia; otro puñetazo. De rodillas, murmuró sílabas
inconexas: que el pulso lo enloquecía; que no aguantaba más; que sentía
claustrofobia; que se ahogaba; que se sentía tan, tan solo… “¿Como yo cuando me
dejaste a solas, papi?”. Giró de a poco y, así de rodillas como estaba, su
rostro quedó a la altura de donde un vacío remplazaba el de su hija, a unos
metros de él. “Yo también quería salir y no supe cómo, grité para que me
ayudaras y me ahogué más rápido. Si no me hubieras dejado no me habría ahogado,
papi”. Agachó la cara y sus lágrimas estancadas, verdosas, fueron cayendo
conforme se iba entre las sombras. Con remordimiento, como padre y como esposo,
demoró un tiempo en reaccionar. La gotera se adelgazaba a cada latido, sobre
todo cuando corrió, como nunca, gritando los nombres de las dos mujeres de su
vida.
Las dos puertas lo esperaban. El rastro lacrimoso
ya no se veía. Por costumbre revisó la de la derecha, sin encontrar nada
especial. En cambio, por la ventanita de la izquierda vio como si hubieran
puesto un espejo dentro replicando las paredes acolchadas, la puerta y a sí
mismo mirándose desde afuera. Sin embargo, su reflejo tenía otra expresión que
no supo definir. Ese huyó por su propio corredor. Dudó poco, antes de actuar
por fin. Le costó forzarla. Una vez dentro la cerró, siguió a la otra… y salió
al mismo pasillo de antes, con la diferencia de que solo había una puerta, esa que
acababa de cruzar. Volteó a mirar al cuarto recién atravesado y ya no le
preocupó ni la gotera ni el lugar de un solo camino y medio corredor, pues
apareció él en la anterior ventanita, repitiendo sus acciones. Entendió por qué
su reflejo huyó, y es que se leía ira y locura en los ojos que lo miraban por
la ventanita. Se asustó y escapó por su corredor.
En la carrera revivió las pesadillas del sitio,
el dolor de su hija y el suicidio-homicidio provocado a su esposa, recordó la
gotera y el imparable ¡glup-tum-glup-tum! hasta que sus nervios se agrietaron.
Los puños se cerraron, los dientes rechinaron y los ojos enrojecidos buscaron
una única cosa: al reflejo, a sí mismo, al final del único pasillo. Sabía que
no tenía escapatoria, la pared acolchada le cerraría el paso. Cuando llegó y
vio a su reflejo acurrucado en una esquina la rabia lo dominó. La exigua gotera
daba las últimas campanadas.
Se aproximó desquiciado, dio palmadas a cada
paso, y el reflejo suplicó más y más, dominado por el pánico. No hace falta
describir los golpes salvajes ni el brillo de bestialidad pura y asesina con la
que miraba sus manos apretando el otro cuello, su cuello. El ¡glup-tum! se ralentizó,
hasta detenerse. La última gota cayó sobre el cuerpo del reflejo, coincidiendo
con su la diástole final. En cuanto la gota hizo contacto con esa carne muerta,
la flacidez del organismo cambió a un deterioro acuoso que disolvió todo: ropa,
piel, músculo, hueso. De la instantánea descomposición se esparció un charco
sanguinolento que se mezcló con el anterior de agua. “¿Y ahora qué?” se
preguntó, como autómata. Pero ya se sabía lo que iba a pasar. Detrás se oía
venir su yo real; él era ahora el reflejo. La grieta se llenó con unas
poquísimas gotas más, tantas como latidos le quedaban, y se acurrucó aullando espantado.
Se quería alejar del que venía aplaudiendo a cada paso, como celebrando la
clausura del espectáculo.
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