noviembre 11, 2012

La víbora

¡Pues claro que me alegra lo que le pasó! Después de todo lo que ha hecho... de todo lo que me hizo... ¿Cómo no iba a sentirme bien, jovial, palpitante de vida?
Siempre ha estado en el mismo lugar, al lado de mi casa. La suya es realmente magnífica, con su techo de tejas cocidas, las ventanas de cristales tintados, los lujos humillantes. Desde hacía años era huérfana, nunca tuvo esposo ni hijos y aparte alejó a sus familiares de “sangre roja”, así que vivía muy sola. Fue su decisión, respetada y agradecida por todos. Sin embargo, su condición no impedía que proyectara su grandeza en las fiestas. En cada una, durante los últimos dos decenios, se la vio con un vestido totalmente nuevo en material, color y estilo; asimismo, las recepciones que organizaba en su casona en sus tantos cumpleaños remarcaban aún más su tendencia a derrochar en superfluidades. No hará falta esforzar la memoria para visualizar, tres navidades atrás, los pasabocas atravesados con palillos de plata de un solo uso, entre otros desperdicios.

Cabe decir que absolutamente nada de eso que hacía era con ánimo de salir de su soledad, mucho menos de acoger a otros aliviando momentáneamente sus cargas con distracciones insulsas. La verdadera motivación, oculta para todos (ya no para mí), era deslumbrar y regodearse siendo el centro de atención, hallarse alabada en una imaginaria cima por bizcos de pensamiento que abundan esta ciudad. Gastaba tanto en sí misma y sus vanidades que se veía irreal, como desprendida de su propia piel. ¡Por supuesto que me satisface que el tiempo revelara todo!
¿Dije que hace veinte años comenzó a hacer gala de tamaña vaporosidad? Bueno, todo se remonta más o menos ese tiempo, por otros eventos aledaños. Pero antes quiero dejar algo claro: no soy de los que creen que todo va conectado, tal como la mariposa y el huracán. Prefiero pensar que las cosas se van amoldando unas a otras más por casualidad que por causalidad. Fue fortuito el traslado de mis padres a la vivienda de enseguida, habiendo tantos lugares disponibles; por azar la mujer se interesó en sus dramas monetarios; sin quererlo, mamá quedó embarazada. Y como ocurre con frecuencia, de entre las pasiones más primitivas y comunes, es la envidia aquella que con preferencia impulsa activamente planes sin escrúpulos. Por eso al enterarse de la felicidad de mi familia cuando nací no tuvo más propósito que envenenar nuestro suelo, nuestros muros, nuestro techo. Desaprovechar una ocasión para hacer tropezar a mamá en sitios públicos era su menor afán. Denunciar secretamente vicios inventados para negar contratos a mi papá con fábricas era su mejor pasatiempo. Luego vinieron los despliegues de telas adornadas, de banquetes en exceso deliciosos, y el oprobio admitiendo a todos menos a los míos.
Por más fuertes que sean los brazos y las piernas, la constante y contraria corriente acaba venciendo al nadador más hábil. Años de sufrimiento silencioso para dos desconocidos recién llegados resultaron en su fallecimiento simultáneo, con claros signos de fatiga, digeridos por las mandíbulas de ese anciano reptil.
A mí jamás me hizo nada directamente. Supongo que no quería dañarme y le parecía suficiente que tuviera que soportar el marchitarse de las vidas que sintetizaron la mía. Yo solo la veía de lejos y nunca llegué a cruzar palabra con ella hasta después del entierro. Para sorpresa de muchos estaba ahí, con un vestido de luto que atraía todas las miradas lejos de los ataúdes. A su lado iba un abogado fofo, conocido por traer mala suerte y ser extraordinariamente persuasivo. Ciertamente yo no sabía nada de lo que le había pasado a mis padres ni su tortuosa relación con esa mujer. Tampoco conocía ningún tipo de trato entre las partes. Me equivocaba, y por mucho. La presencia, artificial sobre todo por la tersura de su piel seca y vieja, era más que decorativa. Terminada la ceremonia se dirigió a mí, seguida por el agente. En sus manos, con dedos plagados de padrastros, estaba yo escrito y firmado en un papel que me arrancaba de mi vida para trasplantarme en la de ella, mi nueva tutora legal.
Inmediatamente recogieron mis pertenencias para pasarlas a la casa contigua. Me dieron un cuarto en la planta baja. No me podía quejar, pues no importaba qué cosa pidiera –siempre pequeñeces por mis costumbres sencillas-, se me daba. Si tendía mi cama o limpiaba el cuarto la señora me reprendía, diciendo que yo no era ningún hijo de pobre (se reía aquí) como para estar haciendo eso. Enviaba a sus empleados a impedir que yo cumpliera con lo que me habían enseñado desde pequeño.
Pasaron así varias semanas. Yo me aburría constantemente por no encontrar distracciones acordes con el estilo de vida que conocía, y la señora ni siquiera se encargaba de pasar tiempo conmigo explicándome el por qué, el cómo...; por mucho hablaba de los rincones de su majestuosa casa a la hora de las comidas. Viendo el tedio a que era sometido, mimado en extremo solo para resultar un títere de las comodidades, resolví espiar a la que tan poco conocía. Mi mamá me decía con cariño “gato” cuando caminaba detrás de ella ya que no se oían en absoluto mis pasos y tenía cierta finura felina al moverme. Aprovechando el poco oído de la vieja me movía por la casa, merodeando sin que me notara.
La noche era el momento en que mejor podía observar su comportamiento. Desde hacía ya tiempo me había dado cuenta de que era demasiado vanidosa. Se paraba frente a un espejo, probándose vestidos que luego el público elogiaba en las constantes veladas. Normalmente duraba dos o tres horas yendo y viniendo en esa actitud. También se preocupaba mucho por mantener pulcra su piel, frotándola con cremas y dándose masajes a sí misma; no dejaba que nadie la tocara.
Hacia el primer mes noté otros detalles que me hacían dudar de su cordura... o tal vez fuera la mía. Como mencioné antes, la primera vez que se me acercó tenía los dedos llenos de padrastros. Sobresalían algunos del borde de sus uñas, lo que me causaba repulsión y compulsión por querer arrancarlos, aunque no fueran míos. Avanzados los días fueron desapareciendo, pero a mediados de la cuarta semana renacían. Los veía a la hora de la comida, y ella parecía no darles importancia hasta que se los señalé:
—No quiero ser impertinente —dije cortando su cháchara sobre no sé qué ático—, pero ¿ya vio esos pellejitos que tiene en los dedos?
—¡¿Pellejos?! ¡Qué palabra tan horrible, niño! —Y empezó a mirarse las manos.
Apenas revisó apretó los labios, se levantó y subió. Me sorprendió que cuando hizo ademán de arrancar uno se inmovilizara y me mirara con algo parecido al miedo.
De ahí en adelante llevó guantes. No hablaba sino en voz bajísima que no oía bien, ni yo ni los empleados. Ahora menos permitía que la gente se le acercara y canceló todos los festejos pendientes. Espiándola veía cómo cuidaba sus dedos, murmurando y acariciándolos:
—Todo se renueva... todo se restaura... una y otra vez... todo muda...
No entendía sus palabras ni su temor. Me limitaba a verla a través de las rendijas y oír su rezo: “todo se regenera... otra vez... y otra más...”.
Durante esos días la servidumbre empezó a hablar conmigo, preocupados por la señora de la que dependían. Preguntaban si sabía algo, si había dado indicaciones, si preparaban o no el baño, si su hermetismo se debía a lo que le pasó a mi familia... Naturalmente eso último me interesó, y fue cuando supe el trasfondo de mi adopción, con la intensa persuasión del abogado detrás del pacto, de los horrores cotidianos de mi sangre ancestral y su rendición en pro de mi futuro. Seguí observándola con más ganas, buscando la ocasión para irrumpir y acusarla abiertamente de sus maldades, ¡y fue sublime ese horrendo instante!
Pasadas varias horas de la comida cierta noche, ya todos acostados excepto los dos, me concentraba en esa detestada figura. Yo veía por las rendijas que podía sus ires y venires. La piel había perdido firmeza a pesar de conservarse elástica por la cantidad de bálsamos aplicados. Pero ya no resistía, y se notaba que algo iba diferente con ese cuerpo y esa mente.
—Todo cambia... una vez y otra más... todo muda... esta piel muda...
Entonces, en su desespero, hizo con sus dedos una pinza y se arrancó un cuerito. La flexible piel no se rajó, sino que se estiró. Ella tiraba, y la piel se desprendía de la carne, pero no se rompía. Lo dejó, asustada. Cambió a otro padrastro; mismo resultado. Yo miraba emocionado ese mínimo sufrimiento merecido. Ella tomaba otro y otro, hasta que no paró con uno del meñique. La piel se estiró y separó, pasando las tres falanges, ensanchándose y exhibiendo más y más carne, llegando a la muñeca, al codo, al hombro... Descubrió todo su lado izquierdo, lo desastroso de su naturaleza oculta. No caían gotitas rojas sanguinolentas, como se esperaría, sino que salían a relucir escamas azules, plaquitas protectoras de una azurita pulidísima.
Como tanto había pregonado era diferente de los demás, era de sangre azul... o de carne azul, más bien. Su cuerpo, perdiendo la faja contenedora, se desparramó, se alargó y se enroscó en el suelo: una brillante víbora sibilante que ya empezaba a husmear con la lengua, a captar olores y temperaturas. Ancha como las caderas de la anciana y del doble de mi estatura en largo, resbalaba, escurría su cuerpo suelto en zigzags por las baldosas buscando una salida. Desde afuera, con un ligero temblor pero decidido, agarré la sombrilla que ella usaba al ir al patio y no quemar su piel tan delicada. ¡Con razón cuidaba tanto su exterior! Abrí con la mano izquierda la puerta, lento, suave. No bastó para despistarla. Inmediatamente torció el cuello –o lo que ahora fuera- y apuntó. Yo avancé, con la sombrilla en mi mano derecha, agarrada por el lado opuesto al mango. Era obvio quién tenía la ventaja, quién conocía su cuerpo y era capaz de dar el golpe con fuerza y precisión felina. Cuando levanté la mano y bajó triunfante, rápida y fuerte, vi de reojo el cuerpo de aquella volviéndose una media luna, con la cabeza quieta en frente mío pero llevando la cola por mi lado hasta atrás de mis pies. El golpe la atontó, pero no tan fulminante como creía. ¡Ingenuo yo que no me preparé para otra anormalidad! En la cola, ahora en semicírculo rodeándome, había una uña, un aguijón diminuto que me picó el tobillo. Me miró y le pegué otra y otra vez, ahuecando la cabeza; ella apretaba con su cola mi pierna moribunda, constriñéndome sin fuerza. No hacía falta ese detalle tan suyo: el paraguas se resbaló de mis dedos que empezaban a hincharse y amoratarse, quedé sentado, disfrutando de ver a medias brotar algo denso de su cabeza aplastada.
No me arrepiento de nada. Se lo merecía. ¡Qué importo yo! Después de lo que pasó ¿cómo no me iba a sentir bien, jovial, palpitante de vida?

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