El persistente ruido de la gotera lo mantenía
despierto. El tedioso ¡glup-glup! sonaba en algún lugar cercano pero impreciso.
Llevaba un buen rato con los párpados apretados, y sus oídos se ocupaban
ubicando la fuente, sin éxito. ¿Para qué esforzarse en cerrar los ojos, si su
insomnio venía de adentro y no de afuera? Incómodo ante la sensación del
descubrimiento se giró, quedando de costado. La distancia al origen de la
gotera se redujo muchísimo; hasta parecía que el estallido de las esferas
líquidas le salpicaba la nariz. Por instinto abrió los ojos y la poca luz del entorno se le adhirió a las
pupilas, excavó a través del lente hacia atrás, por dentro del nervio óptico,
volviéndose una imagen inteligible en su cerebro. Al principio solo vio un
charco, y una nueva gota reventó en partículas, mojándole el ojo. Estaba
acostado en el suelo. ¿Qué suelo era ese, y dónde estaba su cama? Ni siquiera era
el suelo de madera de su casa, sino uno… ¿mullido? Las paredes tampoco
correspondían a las de su cuarto. Se sentó y delante suyo había un corredor
largo, muy laaargo (hay que imaginarlo todavía máááás laaaaaargo). Arriba, el
techo mostraba una grieta considerable cuyo final era un cúmulo de gotas
haciendo fila, empujándose entre sí para tener el placer de caer, de disfrutar
el delicioso vértigo. Duró poco embobado; una más estalló y él terminó de levantarse.
Vio detrás de sí. No había un laaargo corredor como esperaba, sino una pared.
La palpó mecánico, adormilado, queriendo apoyarse en algo que le calmara la
psique. La mano percibió un rastro de flexibilidad en ese muro. Tenía apariencia
de pared, pero el tacto la desmentía: su materia no era yeso, ni ladrillo, ni
madera. Tampoco piedra, ni metal, ni cemento. Le vino una imagen, una resortera
con la que su hija se divertía disparando garbanzos… ¡Cuero! ¿Cuero? Qué
ridículo; la gente no hace paredes de cuero, y menos de una sola “lámina” tan
grande y uniforme como una pared bien lisa. No obstante ahí estaba, y el
corredor a ambos lados estaba forrado con lo mismo. Se apoyó con fuerza para
impulsarse y avanzó hacia el estómago del sitio, no sin antes dejar impresa la
huella de su mano en la superficie del muro suave. La gotera siguió
derramándose, un poco menos abundante.
noviembre 13, 2015
agosto 29, 2015
Las plumas
“Hay un
fenómeno opuesto al déjà vu. Lo llaman jamais vu. Es cuando uno se encuentra con la misma
gente o visita un sitio una y otra vez pero siempre es como la primera vez. Todo
el mundo es siempre extraño. Nunca hay nada familiar.”
Chuck Palahniuk
Sueña que es niño y visita una finca con sus
amigos. Van a pasar tres días para hacer labores de campo. De entre todas las
tareas les ruega, suplica, implora que no lo obliguen a recoger huevos para el
desayuno. Odia las gallinas, y les teme todavía más. Pero ya está solo,
indefenso, en el galpón. Aunque no las ve, se sabe vigilado por sus miles de
ojos diabólicamente anaranjados. Lo mejor es tomar rápido unos huevos y escapar
antes de que se abalancen sobre él. Mirando alrededor que no haya ninguna aprovecha
y mete la mano en un nido desprotegido. Se estira, tantea, ¡agarra el huevo!
Tira de él, y no lo puede sacar. Voltea a ver por qué no sale. Tiene su mano en
las entrañas de mamá gallina que aletea, feroz, sobre el nido. La cresta convulsa
del ave le da náuseas, las arrugas descascarilladas de las patas son repulsivas
y el pico afiladísimo. Mamá gallina le picotea el brazo, lo acribilla, lo destroza.
Él se esfuerza por desencajarlo y liberarse, pero está tan agujereado que lo arranca
y lo pierde del codo para abajo. En el sueño huye despavorido de la finca; ya
se está montando en un bus y escapa hacia la ciudad. Respira calmo porque se
salvó. Sin embargo, en el techo suenan
arañazos; es la monstruosa mamá gallina rasgándolo. Lo destapa. Deja caer de su
pico lo que quedó del brazo y los pasajeros se lanzan a picotazos como pollos
voraces sobre los restos del pobre niñito.
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