noviembre 13, 2015

¿Por qué se clausuró ese corredor?

El persistente ruido de la gotera lo mantenía despierto. El tedioso ¡glup-glup! sonaba en algún lugar cercano pero impreciso. Llevaba un buen rato con los párpados apretados, y sus oídos se ocupaban ubicando la fuente, sin éxito. ¿Para qué esforzarse en cerrar los ojos, si su insomnio venía de adentro y no de afuera? Incómodo ante la sensación del descubrimiento se giró, quedando de costado. La distancia al origen de la gotera se redujo muchísimo; hasta parecía que el estallido de las esferas líquidas le salpicaba la nariz. Por instinto abrió los ojos  y la poca luz del entorno se le adhirió a las pupilas, excavó a través del lente hacia atrás, por dentro del nervio óptico, volviéndose una imagen inteligible en su cerebro. Al principio solo vio un charco, y una nueva gota reventó en partículas, mojándole el ojo. Estaba acostado en el suelo. ¿Qué suelo era ese, y dónde estaba su cama? Ni siquiera era el suelo de madera de su casa, sino uno… ¿mullido? Las paredes tampoco correspondían a las de su cuarto. Se sentó y delante suyo había un corredor largo, muy laaargo (hay que imaginarlo todavía máááás laaaaaargo). Arriba, el techo mostraba una grieta considerable cuyo final era un cúmulo de gotas haciendo fila, empujándose entre sí para tener el placer de caer, de disfrutar el delicioso vértigo. Duró poco embobado; una más estalló y él terminó de levantarse. Vio detrás de sí. No había un laaargo corredor como esperaba, sino una pared. La palpó mecánico, adormilado, queriendo apoyarse en algo que le calmara la psique. La mano percibió un rastro de flexibilidad en ese muro. Tenía apariencia de pared, pero el tacto la desmentía: su materia no era yeso, ni ladrillo, ni madera. Tampoco piedra, ni metal, ni cemento. Le vino una imagen, una resortera con la que su hija se divertía disparando garbanzos… ¡Cuero! ¿Cuero? Qué ridículo; la gente no hace paredes de cuero, y menos de una sola “lámina” tan grande y uniforme como una pared bien lisa. No obstante ahí estaba, y el corredor a ambos lados estaba forrado con lo mismo. Se apoyó con fuerza para impulsarse y avanzó hacia el estómago del sitio, no sin antes dejar impresa la huella de su mano en la superficie del muro suave. La gotera siguió derramándose, un poco menos abundante.

agosto 29, 2015

Las plumas

“Hay un fenómeno opuesto al déjà vu. Lo llaman jamais vu. Es cuando uno se encuentra con la misma gente o visita un sitio una y otra vez pero siempre es como la primera vez. Todo el mundo es siempre extraño. Nunca hay nada familiar.”
Chuck Palahniuk

Sueña que es niño y visita una finca con sus amigos. Van a pasar tres días para hacer labores de campo. De entre todas las tareas les ruega, suplica, implora que no lo obliguen a recoger huevos para el desayuno. Odia las gallinas, y les teme todavía más. Pero ya está solo, indefenso, en el galpón. Aunque no las ve, se sabe vigilado por sus miles de ojos diabólicamente anaranjados. Lo mejor es tomar rápido unos huevos y escapar antes de que se abalancen sobre él. Mirando alrededor que no haya ninguna aprovecha y mete la mano en un nido desprotegido. Se estira, tantea, ¡agarra el huevo! Tira de él, y no lo puede sacar. Voltea a ver por qué no sale. Tiene su mano en las entrañas de mamá gallina que aletea, feroz, sobre el nido. La cresta convulsa del ave le da náuseas, las arrugas descascarilladas de las patas son repulsivas y el pico afiladísimo. Mamá gallina le picotea el brazo, lo acribilla, lo destroza. Él se esfuerza por desencajarlo y liberarse, pero está tan agujereado que lo arranca y lo pierde del codo para abajo. En el sueño huye despavorido de la finca; ya se está montando en un bus y escapa hacia la ciudad. Respira calmo porque se salvó. Sin embargo, en el techo suenan arañazos; es la monstruosa mamá gallina rasgándolo. Lo destapa. Deja caer de su pico lo que quedó del brazo y los pasajeros se lanzan a picotazos como pollos voraces sobre los restos del pobre niñito.