octubre 29, 2012

D'un vampire à la Lune

Aquella noche cuando salió vio todo tan iluminado que por un momento pensó haberse equivocado en su hora para despertarse. Casi instintivamente dio un salto atrás, antes de darse cuenta de que esa luz no le hacía ningún mal; para un vampiro neófito como él los efectos de las luces y las sombras eran tan intensos y nuevos que no distinguía la luz de la Luna de la del Sol tan rápidamente. Es más, hasta el momento no había visto la luz lunar, y la del Sol era un recuerdo casi olvidado de hacía unas semanas. Por eso exploró cautelosamente la claridad del campo frente a la casa en ruinas donde descansaba, la misma casa que hacía tan poco había usado su creador para atentar contra el balance natural de la vida y la muerte.
Desde que eso había ocurrido no había vuelto a salir de una bodega subterránea bajo la casa. No se había alimentado bien, así que todo su cuerpo estaba terriblemente flaco, y en su rostro los oscuros ojos se hundían hasta el fondo de las cuencas. Pero cuando cruzó entre las vigas caídas hacia la puerta su ser experimentó un cambio drástico.
Apenas sintió la claridad de la noche, el aliento frío y suave de los pastizales, algo como un cosquilleo en la nuca lo hizo mirar hacia arriba, a los agujeros del techo, y fue ahí cuando el mundo y sus alrededores dejaron de existir. Durante su vida como humano jamás le prestó mayor importancia al cielo nocturno. Si acaso utilizaba las estrellas para adivinar la hora. Pero ahora, ahora no existía nada fuera del círculo de la Luna, nada que se pudiera comparar con ella: ni el vino de cuando era más joven, ni el rostro de quien tanto lo había amado, ni siquiera la sangre con la que se había deleitado en su corta existencia como vampiro. Ahora la Luna ocupaba todo su campo visual, y lo atraía silenciosamente. Él la quería, la deseaba; él bebía Luna, se reflejaba en Ella y quería que fuera suya, únicamente suya.
Ambos eran bastante parecidos, o por lo menos eso pensaba el joven inmortal. Ambos tenían el mismo tinte pálido en sus cuerpos; ambos poseían una luminosidad similar que hacía que los demás se voltearan a mirarlos; ambos pertenecían a la noche y de ella obtenían sus raras bellezas; ambos eran un par de solitarios. Y como es de todos conocido, una serie de similitudes como esas sólo podía llevar a deducir una serie de similitudes entre las propias almas de ambos. Decidió en ese momento conquistarla con lo que él mismo amaba. No se dio cuenta sino hasta ese instante de que la noche había acabado, la Luna ya se estaba ocultando en el horizonte y empezaba a clarear. Corrió entre las ruinas y se arrojó a su refugio, soñando que la tenía a Ella solo para sí.
Durante todo el mes siguiente pensó en lo que iba a hacer para cautivarla. Bajó al pueblo a deambular mientras pensaba. No muchas noches después de tener el nuevo hábito escuchó un chillido que cruzó del otro lado del barrio donde él estaba. Tres saltos y llegó al techo de un hotel cercano. Desde allí empezó a guiarse por el sonido. De momento no sabía lo que era, pero automáticamente se había sentido atraído por la melodía rápida y envolvente. Saltó de aquí para allá sobre terrazas y balcones hasta que encontró lo que buscaba: un violinista medio ebrio que se movía al ritmo de su apasionado instrumento. El arco era apenas una sombra que rasgaba a toda velocidad las cuerdas pulsadas. El violín mismo ya no necesitaba al músico, sino que este último necesitaba al otro para no caer. El vampiro observó un rato, memorizando cada movimiento, cada cuerda, cada sonido, cada sentimiento. Al terminar de aprender bajó del techo en el que se había sentado para mirar, aplaudió al violinista y cuando hizo una etílica reverencia la blanca muerte aprovechó para atacar casi sin que se diera cuenta. Tomó el violín, le dejó unas monedas encima al muerto (pagando el instrumento, claro está) y se dirigió a su refugio. Practicó toda la noche, y la siguiente, y la siguiente, hasta que la Luna volvió a asomarse en su claro del campo. Así como la anterior vez el cielo estaba totalmente despejado, y sintió un cosquilleo en sus dedos y mentón cuando se dispuso a tocar. El arco dejó escapar una risita, luego empezó a cantar, a tararear, a dibujar mundos olvidados donde los árboles eran asientos para ver la noche de marfil, para tocar un río de zafiro y entrar en una casita hecha de pasto olor a lluvia. Toda, toda la noche el violín cautivó a todo ser viviente del campo; todo, todo se había callado y ni el viento se atrevía a moverse. Sin embargo, al abrir los ojos el vampiro vio a la Luna ocultándose en el horizonte, donde se acaba el mundo.

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¿Cómo iba a hacer para conquistarla? ¿Cómo podría hacer para que su amor no lo dejara al final de la noche? Si no se respondía pronto a esto caería en una profunda catarata de pasiones desconocidas, de sensaciones vacías. Ni siquiera el hueco que le atrapaba el alma cuando pensaba en la eternidad de su vida futura como vampiro lo asustaba y disgustaba tanto como pensar en no tenerLa. ¡Toda una eternidad sin Ella! No. Ni pensarlo. Ni sentirlo. Ni darle cabida. Todo el tiempo que tenía por delante, irónicamente, jugaba en su contra. Era suyo, sí, pero nunca se siente propio cuando se está enamorado y lejos del otro. La demora lo aterraría hasta enloquecerlo. ¿Qué hacer, pues? La música no había funcionado. La pintura no la impresionaría, cuando tenía el cielo y la Tierra para admirar. ¿Qué hacer? El tiempo seguía corriendo, siempre al mismo ritmo. ¿Acaso no hay forma? ¿Qué más podía ofrecer? Y en esto se detuvo. Dejó de pasear de un lado para otro, con la ropa sucia y llena de polvo, como la tenía desde hacía más de veinte días. ¡Pero si era bien sencillo! ¡No tenía más que hablar! ¡Hablar, hablar y hablar! Vencer el temor de toda su vida a decir lo que llevaba dentro. Sólo tenía que hablar, y de seguro Ella se detendría a escucharlo.
Preparó los puntos para la charla, no, más bien el discurso que le daría. La voz de un vampiro puede ser más seductora de lo que uno pensaría, y él no escatimaría nada que pudiera usar a su favor. ¡Si hasta leyó los clásicos y las novedades del periódico! No quería desaprovechar ningún tipo de información que le diera nodos para abrir más y más temas de conversación. Se miró durante el mes en el pedazo que quedó del espejo de la casa. Se preocupaba por la ropa, que palmoteó para sacarle el polvo. Para, para, para... tantas razones para su objetivo. Reguló su voz, escuchándola encerrada en el sótano. Su concentración y deseo eran absolutos. Y el plazo llegó a cero, y el círculo de mármol frío apareció justo sobre su coronilla, que almacenaba tanta información y tantos tonos de voz. Primero un murmullo, un gritito sofocado que empezó a quemar su cuello de adentro afuera. El timbre se mantuvo cautivador pero el tono subió para hacerse oír por el astro. ¡¿Quién iba a resistirse a tal apasionamiento y tan deliciosa charla?! Bueno, la Luna es caprichosa, como cuando quiere verse borrosa en el agua o esconderse en las nubes. ¡Pobre sempiterno, relegado a vagar solo como ella! No parecía que le interesaran lo que muertos de siglos pasados dijeran, ni que hubiera desaparecido un gato de rayas diagonales (de seguro él sí sabía qué había pasado...). ¿Qué más podía ofrecer?
Lo que hacía (la música del violín) no sirvió. Lo que sabía (las novedades y lo clásico) no sirvió. Lo que tenía (su voz inhumanamente cautivadora) no sirvió. ¿Entonces? Tal vez lo que él era sería el punto de quiebre de esta, su historia. ¡Claro que sí! Uniría todo: su hacer, su saber, su tener y su ser.
Ella ya iba camino a su refugio diurno al tiempo que él se alejaba del suyo, corriendo como sólo un bebedor de rojas noches sabe correr. La velocidad de sus piernas lo acercó un poco a Ella mientras se entregaba sin reservas a su cuerpo blanquísimo, intocable y lleno de éxtasis. La Luna, todos también lo saben, es muy rápida, y no le tomó mucho adelantarse hacia su lugar de descanso. Él ya no podía, sus pies casi se torcían detrás de ella, su pecho se cerraba y el aire helado tan sólo arañaba sus pulmones. Gastando lo último de su postrer comida le pareció que había logrado hacerse notar. Pareció que ella se volteaba y paraba su ritmo, conforme el corazón del vampiro se aceleraba. ¡Hasta le pareció que su fría piel volvía a tener calor propio, como cuando era humano!
Del lado opuesto, en la línea que une cielo y tierra, asomó algo similar a las monedas con que pagó un viejo violín. Esa Gran Moneda brilló y fue aumentando de tamaño, intensificando la vida y la tibieza del suelo terrestre. De la espalda al pecho, con la vista fija al frente, la carne se consumió. Un humo claro y sin olor atrapó los últimos gestos del andrajoso ser. Al final de todo pareció, por un instante, que ese cuerpo nocturno que desaparecía sonrió.

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